En estos días recibí varias llamadas de call-centers contratados por instituciones bancarias para ofrecerme diversas pólizas de seguro: por ejemplo, por enfermedad, accidente, discapacidad o cáncer. Lo que me llamó la atención (aparte de la desagradable novedad de estar recibiendo estos “beneficios” –eufemismo lingüístico frecuente para referirse a la “venta de un producto”- por una cuestión de edad), fue la elección del medio telefónico como canal de comunicación para este tipo de contratación.
Es sabido que la comprensión de la comunicación oral está sujeta a códigos verbales y no verbales, y que supone la permanente reformulación.
¿Por qué esperar entonces
A) que el emisor transmita fielmente toda la información
B) que el receptor interprete el mensaje adecuadamente
Cuando se trata de un volumen información que excede la capacidad de retención puesta en juego en una conversación telefónica?
De esta manera, para lograr una comprensión eficaz, el receptor (aquí, el potencial cliente) debería ir tomando nota de los conceptos centrales (montos, instancias de aplicación, costos), confiar en la buena fe de su interlocutor y en su capacidad de comunicación, y además, confiar en sí mismo como interpretador. Y por supuesto, confiar en los bancos, como organismos que prestan servicios confiables y convenientes.
Curiosa manera de promover el consumo de estos seguros: sin permitir el análisis detallado de las condiciones, sin ofrecer un documento escrito previo a la compra. Casi una manera prehistórica de hacer negocios (si entendemos que el ingreso a la historia se da por el acceso a la escritura). Hasta el refranero popular nos advierte de lo riesgoso que resulta confiar exclusivamente en la palabra prometida.
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